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Posts Tagged ‘División de Poderes’

Publicado en La Nación, el pasado 12-10-2011

 

 

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Hay una convicción arraigada en la mayoría de los argentinos acerca de que el peronismo es la única fuerza que garantiza “la gobernabilidad”. Creo que esta apreciación tiene más el fundamento de una “verdad revelada” que la que puede comprobarse mediante el análisis de la historia y el presente.

No desconozco los motivos de este dogma laico: los gobiernos civiles posteriores a 1955 de origen no peronista concluyeron en forma abrupta sus mandatos. No obstante, estos hechos indiscutibles no se analizan en armonía con otros de igual certeza: en paridad numérica, cuatro gobiernos peronistas tampoco concluyeron sus mandatos (Perón, en 1955; Isabel Perón, en 1976; Rodríguez Saá, su fugaz paso como presidente provisional en diciembre de 2001, y Eduardo Duhalde, quien anticipó la entrega de su gobierno al 25 de mayo de 2003).

Pero el análisis de la gobernabilidad excede un cuadro comparativo entre quienes concluyeron y quienes no sus mandatos. Es esencial hurgar en el concepto para poder poner en crisis esa opinión tan arraigada en la percepción argentina.

¿Qué significa entonces “gobernabilidad”? El término empieza a difundirse en nuestro derecho constitucional luego de la década de 1970, con el retorno de las instituciones democráticas en Latinoamérica. Alude a la cualidad de sostener un sistema político dentro de un conjunto de reglas que distribuyen funciones y competencias entre distintos órganos de gobierno.

Pero ésta no puede analizarse en forma escindida de un calificativo que la torna esencial en un régimen que adhiere a los principios del movimiento constitucional: el de “democrática”. Después de todo, el ejercicio sin interrupciones del gobierno no implica que exista “gobernabilidad democrática”.

Ahora bien, en este orden de ideas: ¿asegura el peronismo, en su versión actual, la gobernabilidad democrática? Las carencias en materia institucional son frecuentemente destacadas por sus observadores críticos. Incluso, recientemente, la Fundación Libertad y Progreso ubicó al país en el puesto 125 del índice de calidad institucional, sobre un total de 194 evaluados.

Es cierto que la reforma de 1994 diseñó un sistema “hiperpresidencialista”, pero la ejecución que se ha realizado durante el período kirchnerista de sus instituciones lo ha dotado de un desborde inusitado en beneficio del Ejecutivo. El uso ordinario de las facultades colegislativas del presidente (decretos de necesidad y urgencia, delegación legislativa, veto parcial de leyes) produce una clara afectación del principio de división de poderes y corroe la función natural del Congreso como gestor de los consensos para la adopción de normas.

El órgano judicial tampoco goza de independencia ni capacidad en la resolución de conflictos. El Consejo de la Magistratura tiene un fuerte predominio de la mayoría política de turno; hay un gran porcentaje de juzgados vacantes y las investigaciones sobre actos de corrupción administrativa no avanzan. El incumplimiento de las sentencias por parte del órgano ejecutivo (caso Anses) o de una provincia (caso Santa Cruz) exhibe la falta de sujeción a las decisiones judiciales.

No obstante estos ejemplos, el mayor ataque al sistema lo da el kirchnerismo en el campo simbólico. El uso de los medios públicos para propaganda o para el lanzamiento de candidaturas del partido gobernante, el “periodismo militante” y el uso intensivo de la cadena nacional alejan el sistema de la Constitución y de las concepciones más modernas de las democracias contemporáneas.

La descalificación permanente del pensamiento opositor y –peor aún– el estigma sobre quienes lo sostienen configuran un ejercicio del poder alejado de los fundamentos políticos, jurídicos y axiológicos que fundan el sistema y constituyen sólo un espejismo de su correcto funcionamiento.

En tiempos electorales, es importante meditar sobre temas que exceden la puja electoral. Finalmente, deberemos decidir en las urnas qué tipo de gobernabilidad deseamos para nuestra convivencia.

 

Publicado en la edición dominical del Semanario Perfil, el pasado 10 de julio de 2011

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Publicado en la edición dominical de Perfil, el pasado 10 de julio de 2011

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VICEPRESIDENCIA: DESOBEDIENCIA DEBIDA

 

El sorpresivo voto de Julio Cobos como Presidente del Senado, nos enfrenta con una inusual conducta sostenida en la letra de nuestra casi siempre olvidada constitución. El mandatario elegido por el mismo número de votos que su compañera de fórmula, en uso de las atribuciones concedidas por el art. 57 de la Constitución Nacional votó conforme a su conciencia y a la opinión mayoritaria de la ciudadanía, expresada desde marzo en espontáneas manifestaciones y encuestas. No estuvo solo. Muchos legisladores de la originaria mayoría oficial en ambas cámaras optaron por igual actitud.
Es importante recordar que en nuestra forma de gobierno, el Poder Ejecutivo Nacional es ejercido en forma exclusiva por el Presidente de la Nación (art. 87 C.N.) y que el vice-presidente lo acompaña en la fórmula porque es quien tiene vocación de sucederlo, tanto en caso de ausencia temporaria como definitiva. En este último supuesto, debe concluir el período presidencial. Pero en la normalidad institucional, la única función constitucionalmente atribuida al vice es la presidencia del Senado, con voz pero sin voto, salvo en caso de empate.
El vice-presidente no integra el Poder Ejecutivo ni tiene vínculo de subordinación con él, como sí lo tienen el Jefe de Gabinete y los Ministros que son designados y removidos por el Presidente. Por lo tanto, en las excepcionales oportunidades en que puede ejercer su voto en el Senado de la Nación, goza de independencia para expresar su decisión conforme a su criterio.
Estos principios esenciales de nuestra constitución son ignorados por la mayoría de la ciudadanía porque este cuerpo normativo que fue el instrumento legal que permitió establecer y consolidar la unión nacional y darnos décadas de progreso político, social, cultural y económico fue olvidado o brutalmente violado a partir del golpe de estado de 1930, hecho que hundió a nuestro país en progresiva decadencia y que todavía le impide hallar su senda.
Pese a que próximamente se cumplirán veinticinco años de finalizada la última dictadura militar, los principios de obediencia castrenses están presentes en algunas expresiones de nuestra política nacional, como rémora de tantos años de autoritarismo. El hiperpresidencialismo que caracteriza nuestro sistema político y que fue constitucionalmente instaurado después de la reforma de 1994, permite confundir la voluntad del Presidente con la de un comandante que no admite réplica ni confrontación. Se olvidan que las diferentes formas de gobierno reconocen su origen en la teoría de separación de poderes formulada por Montesquieu y Locke en el siglo XVIII y según la cual el gobierno debe ser ejercido por diferentes órganos que asuman funciones diversas pero que recíprocamente se controlen para evitar la caída en la concentración de poder que es el punto de partida de todo sistema autoritario. La lealtad al amo es una virtud de mascotas hogareñas, no de funcionarios públicos electos en sistemas democráticos.
El vice-presidente de la Nación tiene que responder a lo que interprete es el mandato que recibió de sus electores y al bien común que desde su lugar debe custodiar. No está obligado a acatar órdenes para ejercer las funciones propias que la Constitución le otorga ni le es exigible obediencia al Poder Ejecutivo, pues ésta no es constitucionalmente exigible.
Los últimos años de la historia argentina son una continua sucesión de emergencias de diferente naturaleza : económicas, sociales, políticas. Esta continua situación de aguda crisis, pone en crisis hasta su propio concepto, según expresa Umberto Eco. Tal vez por esta ininterrumpida situación hemos eludido la discusión sobre sus causas y, menos aún, el encuentro de soluciones satisfactorias.

El inesperado gesto vice-presidencial puede indicarnos que necesitamos pensar nuevamente nuestra forma de gobierno, el modo de ejercer la autoridad en un estado democrático y la necesidad volver a celebrar un pacto sustentable de convivencia. Porque sólo la calidad de nuestras instituciones nos permitirán elevar la calidad de vida de la población y el goce verdadero de los derechos humanos.

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En la última semana de agosto, se cumplieron dieciséis años de la sanción de la reforma constitucional de 1994. El aniversario pasó inadvertido, con pena y sin ninguna gloria, porque sucedieron hechos que demostraron el incumplimiento de los objetivos que expresaron los promotores de la reforma y de las disposiciones que incorporó a nuestro orden institucional.

Una de las modificaciones de mayor trascendencia fue la elevación a rango constitucional de dos declaraciones y ocho pactos internacionales de protección de los derechos humanos. Esta decisión completó y extendió el catálogo de derechos que nuestro Estado reconoce a las personas y lo hace responsable en el ámbito internacional por su incumplimiento.

El Pacto de San José de Costa Rica -Convención Americana de Derechos Humanos- describe con precisión, en su artículo 13, las garantías de ejercicio para la libertad de pensamiento y de expresión. Esta norma completa con detalle las disposiciones de los artículos 14 y 32 de nuestra Constitución nacional, que consagran y protegen estos derechos, y de otras normas internacionales que lo regulan. En su inciso tercero, expresamente determina que «?no se puede restringir el derecho de expresión por vías o medios indirectos, tales como el abuso de controles oficiales o particulares de papel para periódicos?». Pese a este claro mandato, la decisión oficial de imponer controles al suministro de papel se hizo efectiva mediante un confuso e inconstitucional proyecto de ley, en una acción contra la prensa que no tiene antecedentes luego de concluida la última dictadura militar. La multiplicidad de derechos humanos que se arrasan con las medidas propuestas afectan a los individuos que integran nuestra comunidad, a las empresas periodísticas y al sistema político, pues el derecho a la expresión plural y libre del control del gobierno de turno es esencial para la vigencia de un sistema democrático, como con precisión ha destacado nuestra Corte Suprema de Justicia de la nación en numerosos fallos. El grupo gobernante, emulando a los prelados de la Santa Inquisición, pretende convencernos de que el demonio se ha refugiado en la prensa independiente.

En el mismo día del escenificado anuncio mediático de las medidas contrarias a expresas normas constitucionales y de fuente internacional que protegen la libertad de expresión, vencieron facultades delegadas por el Congreso en el Poder Ejecutivo que, según la cláusula transitoria octava de la reforma constitucional de 1994, debían caducar en 1999, pero fueron extendidas hasta 2010 por una mala práctica institucional. Esta práctica convirtió en habitual lo que la Constitución consagra como facultad excepcional y sólo llevó a concentrar funciones en el presidente que produjeron parte de las mayores crisis que atravesó nuestra comunidad en estos dieciséis años.

Estos hechos demuestran que el mayor desafío que la sociedad argentina enfrenta en este momento de su atribulada historia es superar la distorsión entre la norma constitucional y la realidad. La posibilidad de instaurar el respeto estricto del derecho como conducta habitual de gobernantes y gobernados es la asignatura pendiente de una sociedad que no pudo lograrlo -pese al dolor sufrido por las reiteradas prácticas autoritarias- ni supo restablecer un acatamiento indispensable de las leyes que constituyen las bases del sistema. El desdén hacia las normas y una irrefrenable vocación por su interpretación caprichosa y sectaria han impedido que pudiéramos restablecer la propuesta originaria del pacto fundacional que dio origen a nuestra nación, que la reforma de 1994 no selló nuevamente y que en su aniversario nos encuentra en la misma orfandad.

El restablecimiento del respeto de un orden jurídico difícilmente pueda lograrse si se elude la necesidad de rehabilitar el pacto de convivencia que significa la adopción de un texto constitucional para las diversas personas y grupos que integran la sociedad. Como lo adivinó Rousseau, es un pacto verbal, una posibilidad de comunicación entre distintos individuos y grupos que imponen un conjunto de reglas para beneficio de todos. El correcto funcionamiento de nuestro orden institucional es la garantía genérica del ejercicio de los derechos humanos.

Tampoco se podrá realizar este necesario pacto si desde el poder desmesurado que ejerce el órgano ejecutivo y el grupo que lo acompaña en sus acciones se insiste en un discurso épico que pretende estar cerca del pueblo y sólo logra estar lejos de la democracia.

Publicado en La Nación, con fecha 22 de septiembre de 2010

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El próximo 24 de agosto vencen los plazos para el ejercicio de facultades delegadas por el Congreso en el Poder Ejecutivo, que fueron prorrogadas sistemáticamente desde 1994 hasta la fecha. Entre la numerosa nómina de leyes dictadas con esta atribución, se encuentra la que lo autoriza a fijar las retenciones a la exportaciones.

El artículo 76 de la Constitución, que se incorpora con la sanción de la reforma de 1994, que también cumple su decimosexto aniversario de vigencia el 22 de agosto, determina como principio general la prohibición de la delegación, para luego regular como excepción su ejercicio. El criterio prohibitivo reitera no sólo la norma general de separación de funciones, sino también la sanción específica del artículo 29 de la Constitución que tipifica como delito constitucional el otorgamiento de la suma del poder público al Ejecutivo.

La decisión de concebir la delegación como una facultad de excepción tiene dos consecuencias fundamentales: que no pueden ejercerse en forma ordinaria y extendida en el tiempo, como también que debe interpretarse con carácter restrictivo. Si bien ambas derivaciones parecen obvias no han estado presentes en la continuidad de la vigencia de esta ley que resultó un arma básica del sistema económico implementado a partir de la década de 1990 y aún vigente.

El mencionado artículo 29 supone un límite general de carácter histórico porque su inclusión en el texto tuvo como motivo impedir que las legislaturas reiteraran la conducta ejercida durante el gobierno de Rosas, a quien se le había concedido la suma del poder público. Con una redacción afín con el estilo y los valores de la época, el constituyente no sólo quiso evitar la concentración de funciones y el autoritarismo, sino también muy especialmente que los derechos del hombre queden a voluntad de un órgano o persona. Se hace evidente entonces que, dada su letra y espíritu -que se compadece con la decidida defensa del denominado ‘bloque de constitucionalidad‘ (conjunto de derechos humanos provenientes de normas constitucionales y de los pactos internacionales ratificados por nuestro país en la materia)- el ejercicio de esta facultad no puede permitir al ejecutivo que sustituya al Congreso para regular el ejercicio de los derechos humanos que lo integran. La delegación legislativa, por imperio de lo dispuesto en el artículo 29 y por su excepcionalidad, no puede tener por objeto la regulación de derechos humanos que le corresponde exclusivamente al Congreso por aplicación del principio de legalidad.

La facultad propia del Congreso de “establecer los derechos de importación y exportación” (art. 75 inc. 1º de la CN) no sólo regula un ingreso del Estado y, en consecuencia, un conjunto de derechos de carácter económico de productores y exportadores, sino que tiene una incidencia fundamental en la garantía de la vigencia de los derechos económicos, sociales y culturales de la población, puesto que permiten al Estado fijar políticas para aumentar el empleo, incentivar el consumo y distribuir el ingreso para terminar con la inequidad social.

Para preservar el debido ejercicio del estado de derecho y la calidad de vida de los habitantes de nuestro país, esta facultad debe ser reasumida por el órgano de representación plural de la población para impedir que sea el Ejecutivo de turno quien tome decisiones que afectan el normal ejercicio de los derechos humanos de sus habitantes y desaten perniciosas consecuencias que pasado y presente exhiben con dramática claridad.

Publicado en El Cronista 23-08-2010

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Comparto con ustedes una columna de opinión mia que salió publicada hoy en El Cronista Comercial (incluso puede consultarse aqui), en relación a los denominados «superpoderes».

El proyecto de ley que obtuvo media sanción en la Cámara de Diputados de la Nación y que deroga los superpoderes otorgados por el actual art. 37 de la Ley de Administración Financiera, conocido vulgarmente como “superpoderes”, vuelve a la normalidad institucional a partir de permitirle al Congreso de la Nación ejercer en plenitud sus facultades en materia presupuestaria. La reforma impuesta en el año 2006 con carácter permanente, pero que ya tenían desgraciados antecedentes, que le transfieren al Jefe de Gabinete potestades propias del Parlamento dañan seriamente la separación de poderes y el equilibrio entre los órganos de gobierno que nuestra Constitución persigue.

La separación de funciones entre diversos órganos es un principio fundamental de nuestro orden constitucional y la garantía genérica del ejercicio de los derechos humanos. La infraestructura ideológica del sistema y, muy especialmente de la forma de gobierno presidencialista, otorga facultades estatales a diferentes órganos para permitir la desconcentración de poder, el control y equilibrio entre ellos, y la especialización en el ejercicio de las funciones estatales asignadas. En este sentido es que no sólo estamos discutiendo la distribución de funciones para una más eficaz actuación de la actividad estatal, sino también para  asegurar a los individuos el ejercicio y armonización de los múltiples derechos que el sistema constitucional le asegura.

El otorgamiento de “superpoderes” al Poder Ejecutivo y, peor aún, a su Jefe de Gabinete,  es una práctica que ha alterado seriamente las bases del sistema y producido en la historia política reciente de nuestro país severas crisis, devastadoras para los habitantes de la Nación. Más allá de las formas que se le otorgue, siempre debe recordarse que  el reconocimiento de estas facultades implica la transferencia de funciones propias del Congreso al Poder Ejecutivo. Se reemplaza la voluntad plural del órgano de representación popular, por la voluntad única de quien ejerce la Presidencia de la Nación y expresa una mayoría temporaria.

Aunque el art. 37 de la ley 24.156 vigente no lo exprese de esa forma, constituye una delegación legislativa prohibida por nuestra Constitución  en el art. 76 y admitida sólo en materias determinadas de administración o de emergencia pública, con plazo determinado para su ejercicio y bajo las condiciones que el Congreso le otorgue. También la delegación sólo es admitida cuando la transferencia de facultades propias del parlamento se realice al Poder Ejecutivo Nacional, que es unipersonal y ejercido exclusivamente por el Presidente, pero nunca por el Jefe de Gabinete.

La delegación como una facultad de excepción tiene dos consecuencias fundamentales: que no puede ejercerse en forma ordinaria y que debe interpretarse con carácter restrictivo. Si bien ambas derivaciones parecen obvias no siempre están presentes ni para quién la ejerce ni para quién la interpreta. Muestra de ello es su inclusión como norma permanente en la ley de Administración Financiera, que hoy el Congreso intenta con estricto criterio constitucional dejar sin efecto para volver a desempeñar las facultades que la Constitución le otorga.

Sin embargo, se han oído voces oficiales que anuncian el ejercicio del veto presidencial si la ley resulta sancionada por la Cámara de Senadores.  Este criterio  no sólo es cuestionable desde un punto de vista de respeto a las normas institucionales, sino también de la técnica constitucional, puesto que tratándose de facultades de excepción que sólo el Congreso puede decidir, el ejercicio del veto no resulta aplicable a estas decisiones porque tornaría al Ejecutivo en el órgano que decide sobre la transferencia de funciones legislativas, hecho que está prohibido expresamente por la Constitución. Esto se deduce claramente no sólo de la interpretación correcta del mencionado art. 76, del art. 29 que prohíbe la suma del poder público en el Ejecutivo, sino también de la estructura lógica de nuestro sistema.

Cuando lo excepcional se convierte en ordinario, el estado de derecho se desintegra y los derechos de los ciudadanos quedan bajo la voluntad arbitraria de sus ocasionales gobernantes, con los resultados funestos que tienen en la pobreza y la desigualdad como sus más dramáticos exponentes.

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Así llamó Manuel Antín su inteligente y sutil transposición cinematográfica del cuento de Julio Cortázar “Cartas a mamá”. Si bien nuestra realidad institucional carece de esos atributos, el sorpresivo debate planteado sobre el número del miembros de la Corte Suprema de Justicia de la Nación me evocó el título de esa gran obra.

Porque tal cómo fue planteado, parece que la transparencia y eficacia del máximo tribunal de la Nación dependiera de una decisión aritmética. Nueve, siete, cinco…es sólo una decisión instrumental. La sorpresiva iniciativa de la senadora Cristina Fernández de Kirchner, el día que se promueve su posible candidatura presidencial, no está acompañada de la reflexión y fundamento que un tema tan relevante requiere. Hace reflexionar, entonces, sobre las razones políticas que la condujeron a impulsar el proyecto, una semana después de la aplastante derrota electoral que sufrió el oficialismo en la Provincia de Misiones.

Reducir el número de miembros de la Corte Suprema de Justicia de la Nación sin replantear nuevamente cuál es su rol y su función dentro del sistema institucional, es un acto vacío de contenido efectivo para el estado de derecho y para los intereses del ciudadano. No así para el poder de turno. El problema de la Corte es la desmesurada cantidad de casos que debe conocer y decidir por diferentes cuestiones vinculadas al derecho procesal y a la creación de una jurisprudencia que permitió que el tribunal intervenga en cuestiones de derecho común, ajenas en principio a su competencia.

Si no se reforma la legislación y la interpretación judicial que permite este desborde de casos sometidos a decisión del Tribunal, la modificación del número no cumple función alguna y atenta contra el ciudadano que deberá esperar largos años en obtener la decisión del máximo órgano judicial de la Nación sobre cuestiones atinentes al ejercicio de sus derechos humanos. El caso de la pesificación es un ejemplo que ilustra claramente este perjuicio a la población.

En esta circunstancia política, disminuir el número de miembros de la Corte tiene el mismo sentido que elevarlos a nueve, como lo hizo el gobierno justicialista de Carlos Menem a comienzos de la década del noventa. La reducción de los miembros de la Corte en esta circunstancia tiene dos ventajas evidentes para la actual dirigencia política: reduce la mayoría para tomar una decisión (cuatro votos mientras los ministros sigan siendo siete o seis, tres cuando terminen siendo cinco) y le asegura que si el curso natural de las cosas se cumple, los próximos ministros salientes serían los dos únicos no designados por un gobierno justicialista.

Nada nos indica que el partido gobernante y su dirigencia hayan cambiado su concepto, sostenido desde el primer gobierno de Juan Domingo Perón, de que la Corte debe ser un instrumento más para ratificar las políticas impulsadas por el Poder Ejecutivo. Muy por el contrario, la acumulación del poder y el desprecio por el pensamiento opositor o solo discrepante, son los signos que mejor distinguen al actual gobierno.

El debate sustancial no gira sobre los signos de una cifra impar, sino sobre el sentido que queremos tenga la cabeza del Poder Judicial de la Nación. O la Corte es como lo fue en la concepción originaria de nuestros constituyentes, un defensor de la Constitución y de los derechos humanos de los habitantes del país o un órgano judicial que legitime las políticas del gobierno de turno. Sólo esto determina la definición de la calidad y cantidad de casos que deba resolver el Tribunal para determinar el número más ajustado para cumplir eficientemente ese rol.

Nada de lo que afirmo constituye una calificación sobre la idoneidad e independencia de los actuales integrantes del Alto Tribunal, sino sólo un análisis de la intención y vacío de cambio efectivo que el proyecto presentado conlleva.

El enorme deterioro del estado de derecho en Argentina, con los brutales daños que produce en la sociedad merecen una reflexión más profunda sobre cada una de las piezas que constituyen su andamiaje institucional. Debemos volver a las fuentes y recordar que “ …Los problemas constitucionales no son, primariamente, problemas de derecho, sino de poder ; la verdadera Constitución de un país sólo reside en los factores reales y efectivos de poder que en ese país rigen; y las Constituciones escritas no tienen valor ni son duraderas más que cuando dan expresión fiel a los factores de poder imperante en la realidad social…” (Ferdinand Lassalle”

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El cercano Bicentenario y el reciente aniversario del último golpe militar me conducen a reflexionar sobre dos cuestiones íntimamente ligadas, pero habitualmente abordadas como expresiones inconexas de nuestra convivencia social: la forma de gobierno fundada en la separación de poderes y el goce de los derechos humanos.

La forma de gobierno constituye uno de los temas esenciales de la organización de un Estado, pues su análisis determina cómo es la estructura del poder político del país en un momento histórico determinado.

Las constituciones escritas dedican una parte sustancial de sus disposiciones a regular este aspecto de la organización estatal, que se denomina «parte orgánica» y que, en una democracia constitucional, debe reflejar la distribución de funciones entre los diferentes órganos estatales.

Es necesario enfatizar que la forma de gobierno es la garantía genérica del goce de los derechos humanos, pues sólo cuando el poder del Estado se distribuye entre diferentes órganos se admiten la pluralidad y la representación de minorías, se establece un sistema de controles eficaces, se fijan límites en los mandatos que aseguren la alternancia de personas y partidos, se desconcentra el poder y hay posibilidades ciertas de que los derechos humanos consagrados en la Constitución y en las normas internacionales que los protegen tengan vigencia en el mundo de los hechos.

En vísperas de celebrar el primer hecho que permitió la fundación de la nación argentina, estas cuestiones provenientes de principios elaborados en el siglo XVIII siguen debatiéndose como si todavía estuviéramos antes de Caseros y de la sanción de nuestra Constitución histórica. Y percibo que para el ciudadano agobiado por los problemas cotidianos y la ineficiencia de un Estado que no cumple con sus deberes básicos, las discusiones sobre decretos de necesidad de urgencia, independencia de los jueces y uso de las reservas parecen politiqueras reflexiones sobre el sexo de los ángeles. Debates teóricos y ajenos a su drama cotidiano.

Pero no es así. Los habitantes de nuestro país sufren porque aún no se ha resuelto el funcionamiento medianamente eficaz de su sistema político y la separación de poderes se ha tornado en el siglo XXI otra ficción de la Constitución escrita. Peor aún: se la condena como si su ejercicio resultara una sublevación contra la autoridad ejecutiva, que parece la única que debe respetarse. Y ante esta situación no se advierte que cuando el Gobierno tiene más poder, los ciudadanos gozamos de menos derechos.

La modernidad política tiene dos aspectos esenciales: uno de ellos es la noción de Estado de Derecho -sujeción de gobernantes y gobernados a la ley-, que tiene por objeto limitar el poder arbitrario mediante la unidad y la coherencia del sistema jurídico. El otro, la idea de soberanía popular, que permite el ascenso de la democracia y el reemplazo de la unanimidad por el debate y por el respeto de las minorías.

El principio de organización de las democracias contemporáneas descansa en la separación de poderes, pues ésta es la técnica fundamental para lograr la protección de los derechos humanos que la comunidad internacional se ha comprometido a respetar y para obtener una organización del poder del Estado que les dé seguridad y respeto.

El objetivo de esta separación consiste en evitar la acumulación en un solo órgano de las múltiples funciones que cumple el Estado.

Esta separación tiene hoy aún un mayor impacto por el concepto de «Estado social de derecho», pues las funciones estatales se han multiplicado para dar satisfacción a los múltiples derechos reconocidos a las personas y a la concepción del principio de igualdad, no sólo como igualdad ante la ley, sino como igualdad de oportunidades.

Pero estos conceptos fundamentales y básicos de toda democracia constitucional están ausentes en el ejercicio institucional de nuestro país. Ni las facultades propias del Poder Legislativo ni el principio de independencia e inamovilidad de los miembros del Poder Judicial están dentro de los principios a los que reconozca subordinarse el Poder Ejecutivo Nacional. Excepto que su ejercicio coincida con las directivas que desde él se propician.

También es preocupante que cuando se emiten opiniones divergentes con el Gobierno o se dictan sentencias desfavorables a sus decisiones se expresen manifestaciones o se propongan medidas que parecen fundadas en el repudio ideológico o de grupo social, vedado no sólo por los principios del sistema democrático, sino por normas contundentes de los pactos internacionales de derechos humanos, que gozan de la misma jerarquía que nuestra Constitución Nacional y que el Estado argentino se ha obligado a respetar frente a la comunidad internacional ( a mero título de ejemplo, cito el inciso 5 del artículo 13 del Pacto de San José de Costa Rica).

La ausencia de respeto a la separación de poderes pauperiza la calidad institucional de nuestro país y la calidad de vida de sus habitantes. El aumento de personas que viven en estado de injustificable pobreza y sin condiciones dignas de subsistencia son la prueba de tan lamentable situación.

También nuestra comunidad ha quedado ausente del debate que la contemporaneidad propone para sostener en el nuevo siglo. La Argentina del Bicentenario es un país pobre. Pero rico en odio.

Publicado en La Nación, el 12-04-2010

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